No me animo a escribir. Pensó un montón de cosas. Le salió
eso, liso y llano: No me animo a escribir. La frente sudaba frío y ella todavía
no se terminaba de explicar lo que le estaba pasando. La calle, Claudio, la
lluvia, colegiales, Iruya, Guille (siempre Guille), el Patio Olmos, ese
hospital con gatos y todo, se le vinieron encima y no pararon de estrangularla
por toda la noche. La pieza es sólo ventilador y respiraciones, a veces
cortadas por algún suspiro. La propia y la de su compañero. Abre los ojos sólo para salir un poco de su
cabeza, pestañea por primera vez al reconocer esos globitos casi invisibles, que
no veía desde que iba a prescolar, siempre de la mano de su hermano mayor, una
cruza extraña entre Jimbo y Landricina que la cuidaba como nadie. Cuando
comienza a acostumbrarse a la (falta de) luz, se escabulle del brazo su novio y
revisa el celular. Siempre con la misma (falta de) esperanza, “que sea sea un
mensaje de él”, murmurba mientras giraba la cabeza por última vez
(desorientando la noche con una gracia casi mágica, casi hipnótica) para
comprobar si dormía antes de tomar con cuidado el teléfono. Sí, duerme, tengo tanta
(falta de) ganas que sea, pero no, pero sí, es, y él duerme, ¿y era necesario
que sea tan bueno? Me comes la cabeza, me desorientas, no te conozco, el futuro
sin presente, la popularidad, ¿Había necesidad de ser así? El agua, el aceite,
el malo conocido, Estela y la reputísima madre que los parió a todos. Después
de reflexionar todo eso, borró el mensaje, lo mejor es no responder, y salió en
busca de un cigarrillo. Sentada sola, respira profundo, y en un anotador
escribe la nota de suicidio de su relación, para luego dejarla a la vista con la
(falta de) seguridad de que la otra parte la encontrará y firmará, dando su consentimiento
a una muerte obvia. El calor y la culpa le pesan en la cara, vuelve despacio a
la cama, le besa la frente y acaricia la espalda, lo abraza con la necesidad de
su olor. Te amo. Se siente segura por primera vez en meses. Lo dice de verdad. El
duerme.