

Uno se pasa mucho tiempo de su vida haciendo cosas que en apariencia cuando menos, no llevan a ningún lado. Un ejemplo de esa mala costumbre es el hecho de proyectar hacia futuro. Con respecto a cualquier cosa, el trabajo, la carrera universitaria, el mismo día a día, que comer, que hacer, a donde ir, en que gastar las horas de ocio. Futuro a corto, mediano y largo plazo. Todo el tiempo proyectamos, imaginamos, pensamos, fantaseamos, nos asustamos, con el qué será, de manera tal que agotamos el qué será, nos hartamos, y como no nos es suficiente inclusive nos metemos con el qué hubiese sido. Nos atormentamos, un poco más, un poco menos, pero siempre esta ese pensar pasajero del qué hubiese sido si… Por suerte, yendo de aquí para allá en la vida, uno va comprobando que la mayor parte de las cosas que nos pasan (en sentido amplio), nos pasan sin siquiera habérsenos cruzado por la mente que eso pudiese pasar. Eso alivia bastante, uno se siente menos preso de cualquier tipo de destino, disfruta y se agranda en el azar, pasa por adentro con la misma sensación de estar corriendo en un túnel totalmente oscuro y desconocido, pero como un chico, corriendo no del miedo, sino de sentir la adrenalina donde no pensamos encontrarla. Tal vez por eso la buscamos tanto, y de la manera que la buscamos, mal, como a propósito, cosa de que cuando llegue nos sorprenda. Pero es más entretenido no saberlo.
Capaz sigo en otro momento. Si da. Si no no.
Se hace costumbre el chillar hiriente de tus dientes en la almohada, tu cara de chino mandarín a las 3 de la mañana, tu pancita, tu inestable sentido del humor, tu adicción al cigarrillo, tu lengua de arrabal, tus manos inquietas, tus pensamientos que vienen desde la nada misma y van hacia ningún lugar, se hace costumbre. No se termina uno de acostumbrar a la música de tu boca mientras dormís, tu cara oriental cuando la hora no importa, tu ombligo de esos que dan ganas de dormirse encima, tu sonrisa, maravillosa sonrisa, tu lengua controlada (según como se lo mire), tus caricias oníricas y tus pensares de labios mordidos que lo llevan a uno hacia la nada misma, no se hace costumbre.
No sabía por dónde empezar, había estado recorriendo gran parte de Nueva Córdoba sin demasiado éxito, por un momento sintió que los pies pesaban demasiado y pensó en sentarse a tomar un café, “mejor a la vuelta”. Eligió seguir caminando y pensando, disfrutando todo eso que se disfruta al entrar por primera vez a una ciudad, se recordó así mismo que no pudo haber elegido mejor, una vez, dos veces, cien veces más, una por cada instante que le asombraba. Iba descubriendo instantes en todas partes, todo le parecía magnífico, fantástico, parecía que hasta las calles en diagonal que no iban a ninguna parte estaban hechas de esa manera adrede. Pensaba que en su desorden todo estaba perfectamente ordenado, las casas antiguas, bien mantenidas, parecían haber sido construidas el día antes de su llegada, las hojas de un marrón precioso, como pocas veces puede serlo, hasta el parque desierto le pareció maravilloso. Se sentó y se paró un millón de veces a contemplar y des contemplar todos aquellos instantes que prefirió mantener efímeros. Era mejor así, nada lo apuraba, nadie lo esperaba, sólo él y su búsqueda de nada.
Se quedó unos diez minutos contemplando un árbol en medio de un terreno poseado y árido, casi desértico, pero demasiado pequeño para ser calificado de tal. El árbol parecía ser gigante y se alzaba como el mismo leviatán desde sus raíces expuestas hasta su copa de hojas que ya no estaban. Miro al árbol una vez más y casi sin pensarlo decidió regresar. Se sobresaltó un poco al descubrir a un hombre sentado solo, en un banco tan aislado que debería estar hecho justo para ese tipo de momentos. Llevaba ya media hora de deambular por ese parque sin notar siquiera su presencia. Lo miró y se dio cuenta que aquel sujeto estaba demasiado sumergido en vaya uno a saber qué cosa, entre su campera gastada y pantalones grises de un gris lastimoso, como para llegar a significarle peligro alguno, y con cierto grado de empatía desvió su camino a fin de no interrumpir en los pensamientos del pobre hombre.
Retomó la Avenida Yirigoyen, porque ya no quedaban ganas de perderse, evitando la plaza de los rostros sombríos, condenados en piedra amarillenta y abandonada, como de otra ciudad. Esta vez la avenida le pareció más bonita que a la ida, casi adictivamente la fue contemplando, dándose cuenta de que a medida que avanzaba, descubría casas, museos, bares, edificios sin calificación, veredas y calles, que si bien ya había visto, no había observado. Todo era precioso, decidió sentarse por un café en el Paseo del Buen Pastor, como para extender más esa relación cuasi adictiva con la diagonal. Se quedo observando la vieja iglesia, recordando que de chico le gustaba calcular cuántos ladrillos ostentaría tamaña construcción. Se dejo llevar por ese y un millar de pensamientos aparentemente inútiles, mientras notaba que la pareja de la mesa de al lado comentaba algo sobre que una bufanda como la de él quedaría muy bien al novio, que sólo afirmaba lo que decía ella, como para no distraerse demasiado del diario.
Retomando el camino al hotel se dio cuenta, que esos pensamientos inútiles, no eran tales, sino que eran la esencia de su propio ser. Que desde mucho tiempo antes había archivado hasta lo más recóndito de sus pensamientos en un cajón, de esos que hay en las casas que nunca se abren ni para mudarse. El baño del hotel, más alto que el resto de la habitación, aplastado de azulejos negros como la noche, que podía ahogar a cualquiera lo hizo sentir bien. Recordó su amor a los lugares pequeños y se sintió tan cómodo que se quedó más de lo necesario contemplando el espejo. No su imagen reflejada, sino al espejo, pensó que el baño era cada vez más chico al punto que casi no podía mantenerse erguido. Tuvo esa sensación de tener que salir corriendo, pero sabía que todo estaba bien. Que la sensación verdadera no era esa. La realidad no era la angustiante soledad de la habitación, el agobiante negro del baño, la realidad era, o puede ser, otra cosa, la realidad puede ser esa avenida diagonal, que no por corta deja de ser hermosa, esa avenida que lo cautivó a tal punto de llevarlo a dónde exactamente había querido hacia tanto tiempo. A un momento de soledad, de espacios grises, de ni blanco ni negro, de sentirse fantástico a pesar de la resaca, de estar dónde él quiere y nada más, de saber estar, como estar, de leer por leer y escribir por escribir. De que las cosas no tienen tanto significado como la gente cree. De que ya no esta más en el baño. De que está en el aire, de que está donde quiere estar. Y afuera llueve en Buenos Aires, y el solo sonido de la lluvia le parece una de las cosas más maravillosas y sin sentido de esta vida. Y no lograr conciliar el sueño no siempre es una molestia. Todo es según de dónde se lo mire, una vez más no descubrió la pólvora, pero está feliz con eso.
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